Hay menos transportes y menos producción. En los países paralizados o que funcionan a media máquina por el coronavirus, la población respira mejor gracias a una reducción de la contaminación atmosférica, incluso si es aún demasiado pronto para medir los efectos a largo plazo.
Las imágenes satélitales de la NASA son elocuentes: en febrero, la concentración de dióxido de nitrógeno (NO2), producido principalmente por los vehículos y las centrales termoeléctricas, cayó drásticamente en Wuhan, la ciudad china epicentro de la pandemia de COVID-19. De rojo/naranja, el mapa pasó a azul.
El mismo fenómeno constató a principios de marzo por la Agencia Espacial Europea en el norte de Italia, zona confinada desde hace varias semanas para luchar contra la propagación de la enfermedad.
Lo mismo estaría ocurriendo en Madrid y Barcelona, donde se aplica un confinamiento estricto desde mediados de marzo, según la Agencia Europea de Medio Ambiente.
El NO2, gas que provoca una inflamación importante de las vías respiratorias, es un contaminante de corta vida.
Permanece «cerca de un día en la atmósfera» estacionado junto a las fuentes de emisiones, lo que lo convierte en un buen indicador de la intensidad de las actividades humanas, explica Vincent-Henri Peuch, del programa europeo de observación de la Tierra, Copérnico.
Estas bajas radicales son inéditas. «Es la primera vez que veo un cambio tan significativo en una región tan grande y vinculado a un acontecimiento», señalaba Fei Liu, investigadora de la NASA (la agencia espacial estadounidense), para el caso de China.
Incluso durante la crisis económica de 2008/2009, la disminución «fue más continua en el tiempo», agrega Alberto González Ortiz, especialista en calidad del aire de la Agencia Europea de Medio Ambiente.
En el norte de Italia, «los niveles de concentración media de NO2 se dividieron casi por dos», afirma Vincent-Henri Peuch.