Desde que se envió al espacio el Sputnik, el primer satélite artificial puesto en órbita por la humanidad, ya son miles de estos artefactos tecnológicos que han sido colocados con éxito en lo que se conoce como Órbita Terrestre Baja (LEO por sus siglas en inglés).
Según un estudio reciente de la Universidad de Columbia Británica, se tiene información de que actualmente hay cerca de 5 mil satélites activos o desaparecidos en esta órbita terrestre baja, así como unos 40 mil que se encuentran en construcción o agendados para su lanzamiento en el futuro cercano.
Asimismo, en las últimas décadas la necesidad de conectividad ha obligado a que los científicos tengan que enviar a la atmósfera grupos numerosos de satélites que se conocen como “megaconstelaciones”, con el fin de crear una gran red que provea de información continua y en tiempo real a los seres humanos en la superficie del planeta.
Un ejemplo de megaconstelación es el Sistema de Posicionamiento Global (GPS) que permite a los habitantes de la Tierra contar con un método de ubicación casi que total en todo su territorio.
Sin embargo, con cada nueva ciencia existen consecuencias o efectos negativos que, como en este caso, se han empezado a observar a mediano plazo desde el lanzamiento del Sputnik en 1957. En los últimos meses, científicos de todo el mundo avisaron de la aparición de un nuevo agujero en la siempre herida capa de ozono de la Tierra.
Aunque esta problemática ambiental había mostrado mejoría desde finales de los años 80 cuando se inició en todo el mundo una campaña para disminuir y prohibir el uso de los clorofluorocarbonos (CFC), responsables del incremento exponencial del agujero en la capa de ozono, recientemente se registró un retroceso del que, al parecer, serían los satélites artificiales los principales responsables.